Guerra con Hamás – Día 78

El «me too» de la guerra.

Todos los años en la fiesta de Pesaj, el pueblo judío lee, antes de comer hasta reventar, la «Hagadá». El nombre Hagadá viene del verbo leaguid, que significa contar, decir. Y esa lectura relata los padecimientos que tuvo en la antigüedad, durante 400 años, el pueblo de Israel en Egipto, en donde fueron reducidos a esclavos, y la larga travesía hasta que lograron salir y volver a la Tierra Prometida. La lectura, por más que uno ya se sabe la historia de memoria -y justamente a propósito de la memoria- tiene como objetivo, «que cada uno se vea a sí mismo como si hubiese salido de Egipto». Esa cosa de la identificación con aquel que sufrió y luchó para que nosotros podamos hoy, estar sentados cómodamente a punto de comer nuestra comida festiva.

En estos meses grises de guerra en dos frentes, abundan las historias en primera persona, las vemos en vivo y en directo. Todavía no hay libro que cuente lo que pasó y podamos leer. Y a mí me pasa algo así como en Pesaj: me veo a mí mismo en cada una de esas situaciones. No puedo evitar empatizar a tal punto que, como decía mi madre cuando a mí me dolía algo, «ojalá yo me muera y a vos no te duela el pie», por ejemplo. Si bien lo de mi madre era un poco exagerado, la idea se entiende.

Luego de haberse recompuesto un poco, lo que se puede, y de haber brindado testimonio a las fuerzas de inteligencia, los secuestrados que fueron liberados empezaron a dar extensas notas en televisión contando lo que los autorizaron a contar. Cómo pasaron los días en Gaza en cautiverio. En qué condiciones. Comiendo qué y cuánto. Las noches de soledad absoluta y los días en completa oscuridad. Las mañanas que se ponían a gritar para romper ese silencio ensordecedor. El miedo de los bombardeos que venían a rescatarlos pero que a la vez podrían haberlos matado. Y las consecuencias hoy en día, cuando a cada rato miran con cuidado al salir del refugio porque piensan que puede estar lleno de terroristas como aquel 7-10.

Y cambiás de canal y ves el entierro de un soldado. Y su esposa de 29 años hablando entre llantos desgarradores, que apenas se entiende lo que dice, que grita desolada que su vida se la arrancaron. Que su esposo que acaban de enterrar le había prometido que iba a volver sano y salvo y que la iba a llevar de vacaciones a Grecia cuando todo termine. Y la madre de esa mujer, que la abraza para calmarla también rompe en llanto y no puedo menos que imaginarme que ese duelo es inimaginable. Que no es como cuando mi padre murió de un infarto, que en algún lado todos en la familia pensábamos que podía pasar. Y que con el paso de los días le encontramos la lógica y lloramos un llanto lógico. En este caso el duelo puede ser eterno. Porque dentro de cuatro meses esa mujer va a ir a la panadería y va a ver un soldado comprando matzá para pesaj y se va a poner a llorar desonsolada nuevamente ante la mirada asombrada de quienes están en la cola para pagar. Y tres meses más tarde, cuando esté en el colectivo para ir a trabajar y vea una propaganda de turismo para el verano ofreciendo tours de all inclusive en Grecia tenga que taparse la cara para ahogar un grito que nuevamente la translada a esa tarde en el cementerio cuando se dio cuenta de que ese viaje ya no iba a ser posible.

Y yo no puedo no empatizar. Me imagino estando en cada una de esas situaciones. Me imagino a mi esposa llorando. A mis hijos pidiendo que me rescaten de Gaza y que sea ahora mismo, cueste lo que cueste, a mi hermana desde Uruguay preguntando a diario si ya volví del frente. A mí mismo reclamando en una silla de ruedas que el estado me ayude luego de haber dado mis piernas para salvar el cadáver de un soldado de mi pelotón. Me imagino a mí mismo en un acto oficial de soldados caídos y se me parte el corazón en mil pedazos.

Otra «Hagadá» nace en esta terrible guerra. Y yo no dejo de sentirme «como si yo mismo…». Y ya no puedo más.